Por Ramón Rey Rubio
Cuando Einstein publicó en 1915 su Teoría General de la Relatividad, no sólo nos proporcionó una gran herramienta para comprender nuestro Universo, sino que abrió todo un abanico de posibilidades y nuevas investigaciones.
Su teoría, como cualquier teoría científica, tenía diferentes supuestos que se podían poner a prueba, predicciones que de comprobarse supondrían un respaldo a su aceptación y de demostrarse incorrectos tendrían como consecuencia el desecharla total o parcialmente.
Una de las predicciones más famosas es la curvatura de la luz debida a cuerpos de gran masa, predicción ya confirmada en 1919 durante un eclipse solar.
Pero la que trataremos hoy en el presente artículo iba a ser mucho más escurridiza, más difícil de confirmar de forma experimental e incluso el propio Einstein declaró en más de una ocasión en contra de su existencia, aun cuando se derivaba de forma inequívoca de sus trabajos (y no sería la única vez que Einstein haría algo similar), hablamos de las ondas gravitacionales.
Representación de las ondas gravitacionales deformando el tejido espacio-tiempo |
Las ondas gravitacionales aparecen como una consecuencia de la propia Teoría General, debido a su concepción de la gravedad como una curvatura del tejido espaciotemporal. Es la aceleración de los cuerpos masivos lo que produce esta deformación del espacio-tiempo (percibidos como cambios en el campo gravitatorio) que luego se propaga a la velocidad de la luz por todo el universo, pero como una onda en un estanque producida por una piedra, a medida que nos alejamos de la fuente de las ondas éstas se van diluyendo hasta volverse casi indetectables.
La gravedad no es sino una
curvatura del espacio-tiempo
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Y éste es el problema, la deformación en el espacio producida por la oscilación de su geometría es ínfima (del orden de 10-18 metros, mil veces menor que el diámetro de un protón) para una distancia elevada del evento que la produce… y aun así solamente podríamos detectarla si se produce como consecuencia de eventos realmente violentos, tales como la explosión de una supernova, la colisión de dos agujeros negros o la rotación de cuerpos de gran masa no homogéneos (como los púlsares). También se podría detectar radiación gravitacional remanente del Big Bang, lo que sería de gran ayuda para conocer mucho mejor la primera etapa del Universo, cuando todavía era opaco a la radiación electromagnética.
Además de darnos datos sobre los primeros instantes del Universo y por tanto de la evolución que podamos esperar en el futuro, el estudio de las ondas gravitacionales presenta otras ventajas.
Por una parte y al contrario de lo que ocurre con la radiación electromagnética, las ondas gravitacionales no se ven afectadas por el gas y el polvo interestelares, nada las absorbe o las refleja, lo cual es una gran ventaja para poder estudiar con mucho mejor detalle el cosmos.
Además y mientras que la información que podemos obtener de un objeto debido a su radiación electromagnética debe ser modelada e interpretada después de un complejo y cuidadoso estudio estadístico por la intrínseca naturaleza azarosa de los electrones, la radiación gravitacional nos proporcionaría una información más directa, al deformar el tejido espacio-temporal de forma proporcional a la distancia y la amplitud de las ondas.
Las ondas gravitacionales podrían expandir de una forma revolucionaria el conocimiento acerca de los agujeros negros, que (si obviamos la radiación de Hawking) no emiten radiación alguna.
Decaimiento orbital del
pulsar binario PSR B1913+16,
o Hulse-Taylor
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A pesar de no haber detectado todavía estas ondas gravitacionales, sí teníamos evidencias indirectas de su existencia, como la disminución de la distancia y el periodo de orbitación del pulsar binario de Hulse–Taylor, descubierto en 1973 por los dos físicos de la Universidad de Massachusetts que le dan nombre; un descubrimiento que les valdría el Premio Nobel de Física en 1993. Este decaimiento en la órbita es consistente con lo predicho por Einstein, que lo explica como consecuencia de la emisión de energía en forma de ondas gravitacionales.
Pero a principios de Enero, el físico teórico Lawrance M. Krauss de la Universidad Estatal de Arizona publicó una serie de tuits en los que anunciaba su detección directa.
“Mi rumor previo sobre LIGO ha sido confirmado por fuentes independientes. ¡Manténganse atentos! ¡¡Las ondas gravitatorias pueden haber sido descubiertas!! Emocionante”.
Este rumor provocó un fuerte revuelo, aunque para su publicación en una revista científica los resultados han de ser cuidadosamente estudiados y sometidos a la revisión por pares, ya que nadie quiere que se repita la decepción de hace dos años, cuando se anunció el descubrimiento de ondas gravitacionales primigenias del Big Bang, como consecuencia de unos resultados que fueron finalmente invalidados.
Para la detección de las ondas gravitacionales se utilizan interferómetros, aparatos de gran sensibilidad que en esencia constan de dos grandes brazos separados a una considerable distancia. Así, cuando una onda gravitatoria incide perpendicularmente al plano del detector, produce un cambio en su longitud, alargando uno de los brazos y acortando el otro. Estas longitudes son medidas constantemente por láser, lo que eventualmente permite confirmar el evento.
Uno de estos interferómetros es el LIGO (“Laser Interferometer Gravitational-Wave Observatory”) situado en las localidades estadounidenses de Hanford, en el estado de Washington y Livingston, Luisiana.
LIGO consta de dos tubos de vacío de 4 kilómetros de longitud, provistos de sendos espejos en sus extremos entre los que se hace rebotar la luz. Así se puede detectar el paso de las ondas gravitacionales al extender y comprimir el espacio, brazos incluidos.
Las primeras mediciones comenzaron en Septiembre de 2015 y esta primera etapa de mediciones y recogida de datos duró cuatro meses, hasta el pasado 12 de Enero. A pesar de que la sensibilidad respecto a los equipos previos es hasta cuatro veces superior, se espera que sucesivas mejoras hagan que vaya poco a poco en aumento, hasta que para el año 2020 y gracias a la cercana unión con el proyecto europeo VIRGO, se alcance un límite de detección hasta diez veces mejor que el actual.
Vista aérea de los observatorios LIGO en Hanford y Livingston |
En cualquier caso y pese a las mejoras que se puedan implementar, los detectores terrestres tienen una barrera insuperable, se ven muy afectados por el ruido del propio campo gravitatorio del planeta, lo que los hace poco sensibles a las bajas frecuencias. Debido a esto, la Agencia Espacial Europea (ESA) tiene previsto lanzar en 2023 el detector de ondas gravitatorias espacial eLISA.
Previamente la ESA ya ha puesto en órbita, el 2 de Diciembre de 2015, el satélite Lisa Pathfinder, un demostrador tecnológico destinado a validar la tecnología principal de eLISA que cuenta con una importante participación del Instituto de Ciencias del Espacio (CSIC-IEEC).
Todos estos avances auguran una nueva época de descubrimientos que pueden suponer un importante salto en nuestro conocimiento del Universo, así como de la física en general. La astronomía de ondas gravitatorias puede ayudarnos a conocer más sobre los agujeros negros, entender la dinámica estelar en núcleos galácticos, la ecuación de estado de estrellas de neutrones o saber si es la Teoría de la Relatividad General la descripción correcta de la gravedad, además de poner a prueba otras teorías alternativas a ella.
Y eso sin tener en cuenta qué nuevos descubrimientos inesperados llegarán, ya que siempre que se abre un nuevo campo de conocimiento, las consecuencias son inesperadas y asombrosas.
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