Por Beatriz Camacho
¿Cuántas veces, tras una discusión, no puedes parar de pensar en lo que dijiste, lo que no dijiste y lo que te contestaron? Seguro que más de una vez te ha sucedido algo y no has podido parar de dar vueltas y vueltas al asunto. Sientes que es imposible desprenderte de esos pensamientos nocivos y se vuelve un círculo vicioso, bloqueándote y haciendo que solo pienses en ello. En psicología, esto se conoce como rumiación y es mucho más habitual de lo que parece.
Se trata de la tendencia a analizar de forma repetitiva tus propios problemas, preocupaciones y/o sentimientos que te provocan malestar, sin tomar ningún tipo de acción al respecto para hacer cambios positivos. Tal vez parece útil pero rumiar solo empeora nuestro estado de ánimo. Surge un sentimiento de frustración, provoca angustia, estrés y tristeza, dificulta nuestra capacidad para tomar decisiones y nos quita posibilidades para centrarnos en nuestro entorno real.
Puede producirse por muchísimos aspectos del día a día: una discusión, una equivocación en el trabajo, acordarnos de algo que nos hemos dejado en un examen o que hemos puesto mal después de entregarlo, un pequeño contratiempo… puede ser cualquier cosa que quizá no hemos sabido procesar y por eso se mantiene en nuestros pensamientos.
Cómo detectar que estamos rumiando
Más allá de las experiencias emocionales desagradables que no se tienen que evitar, reflexionar sin parar sobre emociones dolorosas es nocivo. En lugar de proporcionarnos libertad emocional, nos hace repetir en bucle las escenas angustiantes en nuestra cabeza sin llegar a una conclusión y la negatividad aumenta. Si bien algunos sienten que no pueden controlar las rumiaciones, somos dueños y amos de nuestros pensamientos.
¿Cómo podemos saber que, en un momento determinado, estamos rumiando? Lo primero es aprender a reconocer estos pensamientos obsesivos y para eso usamos la regla de los dos minutos. Es muy sencillo. Si creemos que podemos estar rumiando, esperamos dos minutos dando vueltas a lo que nos ocupa la mente y, entonces, nos hacemos tres preguntas:
- ¿He hecho algún progreso para solucionar el problema?
- ¿Sé algo más sobre mi problema (o los sentimientos que tengo)? ¿Entiendo mejor mi problema?
- ¿Me critico menos o estoy menos deprimido que antes de empezar a pensar?
Si no respondemos, al menos, un sí rotundo a una de estas preguntas es que estamos rumiando.
Qué podemos hacer para dejar de rumiar
Si hemos contestado que no a las tres preguntas ya sabemos que rumiamos. Y ahora, ¿qué hacemos para dejar de hacerlo? Tenemos diferentes opciones según la situación en la que nos encontremos.
Una opción es pensar que es una señal para actuar. Es decir, utilizamos la aparición de la rumiación como indicación para realizar otra actividad como practicar deporte o relajación, meditar, leer… Otra opción es focalizar la atención en otra cosa o prestar atención al entorno. La clave está en distraernos, ocupar nuestra mente con algo más.
Está claro que esto no se aprende en un día y que en algunas situaciones es más difícil atender a la experiencia presente, como en situaciones de cierto aislamiento (caminando solo, comiendo o conduciendo, trabajando en la oficina…), pero es posible.
También hay que tener en cuenta que aunque se consiga una reducción de la rumiación, mediante el cambio de actividades o la atención focalizada en algo, es normal que sigan apareciendo pensamientos intrusivos y emociones negativas a pesar de que no se esté rumiando. En estos casos se recomienda que, en cuanto reconozcamos la presencia del pensamiento negativo, no hagamos valoraciones y continuemos con la actividad que estábamos haciendo sin esforzarnos por bloquearlo o analizarlo.
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