lunes, 2 de mayo de 2016

Artículo de Política: Rehén de un sueño

Por César López

¿Cómo explicar que, a punto de firmar la paz con la guerrilla más antigua de América latina, Juan Manuel Santos sea el presidente más impopular del continente? 

 En principio, sería fácil suponer que dar fin al conflicto interno más antiguo del hemisferio debería  tener al presidente colombiano muy cerca de la beatificación en vida y no es así. Muy al contrario, ha logrado cotas de desaprobación a la gestión presidencial nunca vistas en Colombia.


Fue elegido en 2010 a caballo de la inmensa popularidad de su antecesor Álvaro Uribe, y muy pronto fue evidente que su derrotero en el gobierno sería diametralmente opuesto al que imaginaban sus millones de votantes. 


La paz es un anhelo de cada uno de los colombianos, martirizados por casi setenta años de violencias de todo signo. Desde la política de los años 50's hasta la propiciada por el narcotráfico y sus derivaciones terroríficas con origen en los primeros años de la década del 80. 
 
Era necio pensar entonces, que la posibilidad de terminar un período tan largo de violencia insensata no iba a contar con el apoyo de la mayoría de la población. En efecto, cuando Santos anunció el contenido de la agenda y afirmó tajantemente que el final exitoso del proceso sería cuestión de meses y no de años, cerca del 70% de la opinión dio su visto bueno al comienzo del sueño. Con desconfianza profunda, la oposición uribista señaló sus dudas sobre el destino de las conversaciones, pero en general, un ambiente de generalizada esperanza reinaba en el país. 

Sin embargo, las partes repetían como un mantra dos premisas inalterables: que las discusiones se llevarían a cabo en medio de los combates y que "nada está acordado hasta que todo esté acordado".  Para fortalecerse en la mesa, las FARC arreciaron sus acciones militares y terroristas y allí empezó a mostrar sus grietas el proceso. La opinión pública reclamó hechos de paz por parte de la guerrilla y esta respondía con crueles escenarios de guerra. 

Pronto fue evidente que, pasara lo que pasara, Juan Manuel Santos no se iba a levantar de la mesa, que todas sus cartas estaban jugadas al propósito de la paz. Las FARC, cuya espuela en negociaciones extenuantes es enorme, supo aprovechar esa circunstancia de, en la práctica, tener secuestrada la voluntad del presidente. 

En mayo de 2013 fue anunciado el primer acuerdo parcial de las conversaciones : desarrollo agrario. Y seis meses más tarde un segundo sobre participación política de los exguerrilleros. Momento en el cual, la ciudadanía expresó inconformidad por la posibilidad de que miembros de las FARC tuvieran plenitud de derechos políticos, incluso la posibilidad de acceder mediante curules asignadas directamente, al congreso de la República. 

En mayo de 2014, a pocos días de la primera vuelta de la elección presidencial, fue anunciado el tercer acuerdo: solución al problema de las drogas ilícitas. Era evidente la intención de ayudar a la aspiración del candidato-presidente que, no obstante, perdió la primera vuelta de los comicios frente al opositor uribista Óscar Iván Zuluaga

Para la segunda vuelta, el tema del proceso de paz se convirtió en el asunto excluyente de la elección, y las fuerzas políticas derrotadas en la ronda inicial apoyaron mayoritariamente a Santos, que logró la reelección con una ventaja de 800 mil votos frente a Zuluaga. Santos entendió -equivocadamente- que la población le había entregado un cheque en blanco para negociar con total autonomía con la guerrilla y ese sentimiento tan humano de soberbia, fue su perdición. 

Los ataques de las Farc continuaban y a la par descendía la imagen presidencial y el respaldo ciudadano al proceso. Era el momento más difícil de los diálogos y Santos decide jugarse una carta muy audaz: se reúne en septiembre del 2015 con el jefe de las Farc Timochenko en La Habana a instancias del líder cubano Raúl Castro. En ese marco, inimaginable apenas semanas antes, el gobierno y las FARC anuncian el acuerdo sobre justicia y víctimas. Sin duda, fue un momento que generó la sensación de que la paz estaba a la vuelta de la esquina, tanto, que el propio Santos anunció convencido que antes de seis meses (23 de marzo de 2016) habría una firma definitiva del acuerdo.
Pero bien reza la sabiduría popular que "el diablo está en los detalles" y que "no todo lo que brilla es oro". Pocos días después del histórico encuentro, las FARC nos devolvieron a la realidad. Sus comandantes afirmaron que el acuerdo sobre justicia no era tal, que el gobierno por cuenta propia había incluido párrafos enteros que no habían sido discutidos en la mesa. Fue un duro mazazo, que el gobierno intentó disimular diciendo que eran meros detalles los que faltaban por afinar, pero hasta el día de hoy, no se ha anunciado un acuerdo definitivo en este apartado. 

El parcial acuerdo de justicia define la creación de un Tribunal Especial de Paz, cuya implementación aún está en obra negra pero que pretende en pocas palabras, juzgar las acciones criminales de todos los actores del conflicto armado colombiano - guerrilla, paramilitares, fuerzas estatales y civiles, (políticos y empresarios)- que de un modo u otro hayan cohonestado o participado en la conformación de grupos ilegales de cualquier índole. 

Las Farc han reiterado hasta el hartazgo que no se consideran victimarias, que no están dispuestas a pagar ni un día de cárcel por sus crímenes - que consideran acciones legítimas dentro de la lucha subversiva - y que es el estado y su connivencia con fuerzas paramilitares de extrema derecha, el principal responsable de 5 décadas de una guerra civil no declarada. Con un apoyo popular cercano al 5 % pero con amplios territorios rurales de la periferia, bajo su dominio, la guerrilla ha reiterado que su propósito último es la toma del poder y la implantación de un régimen político gemelo del chavismo. 

Se cumplieron los seis meses del plazo decretado eufóricamente por Santos y el acuerdo final se ve lejano, no solo porque faltan dos puntos de la agenda por finiquitar (dejación de armas y refrendación de lo acordado) sino porque en los asuntos ya discutidos son muchísimos los cabos sueltos. El presidente después de la lección aprendida con sangre, se niega esta vez a anunciar fechas perentorias, espera, como al comienzo de este viaje, rubricar la firma en pocos meses. 

El colombiano de a pie desea fervientemente la paz, pero a la par se niega a que los comandantes de las Farc no paguen una pena efectiva de cárcel, así sea simbólica,  y también rechaza rotundamente la participación en política de personas condenadas por gravisimos crímenes, muchos de ellos indiscutibles violaciones del DIH. Pese a que las FARC anunciaron un cese indefinido de acciones violentas en diciembre pasado, se sospecha que muchos de sus frentes actúan ahora con el brazalete del ELN, la otra guerrilla con la que hace poco, el gobierno anunció un proceso de paz paralelo al de La Habana. 


En este escenario y con una crisis interna alimentada por la peor situación económica del siglo, Juan Manuel Santos ha visto caer la aprobación de su gestión a cifras por debajo del 20% en todas las encuestas, la oposición liderada por el expresidente Uribe encuentra un campo fértil para agudizar sus críticas al mandatario, oxigenada además, por una importante manifestación popular ocurrida a principios de abríl y que, contrario a lo esperado, convocó a varios cientos miles de personas en protesta contra la gestión oficial. 
 
No es fácil adivinar el porvenir de este estado de cosas. Es previsible que en algún momento veremos la firma de un acuerdo definitivo, porque finalmente tanto el gobierno como las Farc han llegado al punto de no retorno, pero poner en práctica lo acordado hoy, es un escenario muy improbable. 

En 52 años de historia, las FARC han asesinado aproximadamente a 10 mil personas - según los cálculos más conservadores - y secuestrado al menos a la mitad de esa cifra. A la par, son uno de los carteles más prósperos del narcotráfico en el mundo. Esas ganancias sumadas a las obtenidas producto de la extorsión y la apropiación ilegal de tierras hacen legítimo preguntarse: ¿Es sensato pensar que dejarán en verdad actividades tan lucrativas para dedicarse a trabajar como millones de colombianos, por un sueldo mínimo? 

Es muy ingenuo creer que sin pasar por la cárcel y reparar efectivamente a sus víctimas el ciudadano colombiano promedio acepte convivir pacíficamente con los desmovilizados. Ese es el verdadero meollo del asunto. ¿Cómo garantizar que la paz firmada en un papel en pomposa ceremonia sea palpable día a día en la cotidianidad del país?

Ese es el reto del experto jugador de poker Juan Manuel Santos. Más allá de la impresión coyuntural que de él tenga el ciudadano, asegurarse que el sueño del que ha sido rehén por más de tres años, no se convierta en una pesadilla mucho peor que la padecida por Colombia decenas de años. 

¿Podrá lograrlo?

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