Por César López
¿Cómo explicar que, a punto de
firmar la paz con la guerrilla más antigua de América latina, Juan Manuel
Santos sea el presidente más impopular del continente?
Fue elegido en 2010 a caballo
de la inmensa popularidad de su antecesor Álvaro Uribe, y muy pronto fue
evidente que su derrotero en el gobierno sería diametralmente opuesto al que
imaginaban sus millones de votantes.
La paz es un anhelo de cada
uno de los colombianos, martirizados por casi setenta años de violencias de
todo signo. Desde la política de los años 50's hasta la propiciada por el
narcotráfico y sus derivaciones terroríficas con origen en los primeros años de
la década del 80.
Era necio pensar entonces,
que la posibilidad de terminar un período tan largo de violencia insensata no
iba a contar con el apoyo de la mayoría de la población. En efecto, cuando
Santos anunció el contenido de la agenda y afirmó tajantemente que el final
exitoso del proceso sería cuestión de meses y no de años, cerca del 70% de la
opinión dio su visto bueno al comienzo del sueño. Con desconfianza profunda, la
oposición uribista señaló sus dudas sobre el destino de las conversaciones, pero
en general, un ambiente de generalizada esperanza reinaba en el país.
Sin embargo, las partes
repetían como un mantra dos premisas inalterables: que las discusiones se
llevarían a cabo en medio de los combates y que "nada está acordado hasta
que todo esté acordado". Para
fortalecerse en la mesa, las FARC arreciaron sus acciones militares y
terroristas y allí empezó a mostrar sus grietas el proceso. La opinión pública
reclamó hechos de paz por parte de la guerrilla y esta respondía con crueles
escenarios de guerra.
Pronto fue evidente que,
pasara lo que pasara, Juan Manuel Santos no se iba a levantar de la mesa, que
todas sus cartas estaban jugadas al propósito de la paz. Las FARC, cuya espuela
en negociaciones extenuantes es enorme, supo aprovechar esa circunstancia de,
en la práctica, tener secuestrada la voluntad del presidente.
En mayo de 2013 fue anunciado
el primer acuerdo parcial de las conversaciones : desarrollo agrario. Y seis
meses más tarde un segundo sobre participación política de los exguerrilleros.
Momento en el cual, la ciudadanía expresó inconformidad por la posibilidad de
que miembros de las FARC tuvieran plenitud de derechos políticos, incluso la
posibilidad de acceder mediante curules asignadas directamente, al congreso de
la República.
En mayo de 2014, a pocos días
de la primera vuelta de la elección presidencial, fue anunciado el tercer
acuerdo: solución al problema de las drogas ilícitas. Era evidente la intención
de ayudar a la aspiración del candidato-presidente que, no obstante, perdió la
primera vuelta de los comicios frente al opositor uribista Óscar Iván Zuluaga.
Para la segunda vuelta, el
tema del proceso de paz se convirtió en el asunto excluyente de la elección, y
las fuerzas políticas derrotadas en la ronda inicial apoyaron mayoritariamente
a Santos, que logró la reelección con una ventaja de 800 mil votos frente a
Zuluaga. Santos entendió
-equivocadamente- que la población le había entregado un cheque en blanco para
negociar con total autonomía con la guerrilla y ese sentimiento tan humano de
soberbia, fue su perdición.
Los ataques de las Farc
continuaban y a la par descendía la imagen presidencial y el respaldo ciudadano
al proceso. Era el momento más difícil de los diálogos y Santos decide jugarse
una carta muy audaz: se reúne en septiembre del 2015 con el jefe de las Farc
Timochenko en La Habana a instancias del líder cubano Raúl Castro. En ese
marco, inimaginable apenas semanas antes, el gobierno y las FARC anuncian el
acuerdo sobre justicia y víctimas. Sin duda, fue un momento que generó la
sensación de que la paz estaba a la vuelta de la esquina, tanto, que el propio
Santos anunció convencido que antes de seis meses (23 de marzo de 2016) habría
una firma definitiva del acuerdo.
Pero bien reza la sabiduría
popular que "el diablo está en los detalles" y que "no todo lo
que brilla es oro". Pocos días después del histórico encuentro, las FARC
nos devolvieron a la realidad. Sus comandantes afirmaron que el acuerdo sobre
justicia no era tal, que el gobierno por cuenta propia había incluido párrafos
enteros que no habían sido discutidos en la mesa. Fue un duro mazazo, que el
gobierno intentó disimular diciendo que eran meros detalles los que faltaban
por afinar, pero hasta el día de hoy, no se ha anunciado un acuerdo definitivo
en este apartado.
El parcial acuerdo de
justicia define la creación de un Tribunal Especial de Paz, cuya implementación
aún está en obra negra pero que pretende en pocas palabras, juzgar las acciones
criminales de todos los actores del conflicto armado colombiano - guerrilla,
paramilitares, fuerzas estatales y civiles, (políticos y empresarios)- que de
un modo u otro hayan cohonestado o participado en la conformación de grupos
ilegales de cualquier índole.
Las Farc han reiterado hasta
el hartazgo que no se consideran victimarias, que no están dispuestas a pagar
ni un día de cárcel por sus crímenes - que consideran acciones legítimas dentro
de la lucha subversiva - y que es el estado y su connivencia con fuerzas
paramilitares de extrema derecha, el principal responsable de 5 décadas de una
guerra civil no declarada. Con un apoyo popular cercano al 5 % pero con amplios
territorios rurales de la periferia, bajo su dominio, la guerrilla ha reiterado
que su propósito último es la toma del poder y la implantación de un régimen
político gemelo del chavismo.
Se cumplieron los seis meses
del plazo decretado eufóricamente por Santos y el acuerdo final se ve lejano,
no solo porque faltan dos puntos de la agenda por finiquitar (dejación de armas
y refrendación de lo acordado) sino porque en los asuntos ya discutidos son
muchísimos los cabos sueltos. El presidente después de la lección aprendida con
sangre, se niega esta vez a anunciar fechas perentorias, espera, como al
comienzo de este viaje, rubricar la firma en pocos meses.
El colombiano de a pie desea
fervientemente la paz, pero a la par se niega a que los comandantes de las Farc
no paguen una pena efectiva de cárcel, así sea simbólica, y también rechaza rotundamente la
participación en política de personas condenadas por gravisimos crímenes,
muchos de ellos indiscutibles violaciones del DIH. Pese a que las FARC
anunciaron un cese indefinido de acciones violentas en diciembre pasado, se
sospecha que muchos de sus frentes actúan ahora con el brazalete del ELN, la otra
guerrilla con la que hace poco, el gobierno anunció un proceso de paz paralelo
al de La Habana.
En este escenario y con una
crisis interna alimentada por la peor situación económica del siglo, Juan
Manuel Santos ha visto caer la aprobación de su gestión a cifras por debajo del
20% en todas las encuestas, la oposición liderada por el expresidente Uribe
encuentra un campo fértil para agudizar sus críticas al mandatario, oxigenada
además, por una importante manifestación popular ocurrida a principios de abríl
y que, contrario a lo esperado, convocó a varios cientos miles de personas en
protesta contra la gestión oficial.
No es fácil adivinar el
porvenir de este estado de cosas. Es previsible que en algún momento veremos la
firma de un acuerdo definitivo, porque finalmente tanto el gobierno como las
Farc han llegado al punto de no retorno, pero poner en práctica lo acordado
hoy, es un escenario muy improbable.
En 52 años de historia, las
FARC han asesinado aproximadamente a 10 mil personas - según los cálculos más
conservadores - y secuestrado al menos a la mitad de esa cifra. A la par, son
uno de los carteles más prósperos del narcotráfico en el mundo. Esas ganancias
sumadas a las obtenidas producto de la extorsión y la apropiación ilegal de
tierras hacen legítimo preguntarse: ¿Es sensato pensar que dejarán en verdad
actividades tan lucrativas para dedicarse a trabajar como millones de
colombianos, por un sueldo mínimo?
Es muy ingenuo creer que sin
pasar por la cárcel y reparar efectivamente a sus víctimas el ciudadano
colombiano promedio acepte convivir pacíficamente con los desmovilizados. Ese
es el verdadero meollo del asunto. ¿Cómo garantizar que la paz firmada en un
papel en pomposa ceremonia sea palpable día a día en la cotidianidad del país?
Ese es el reto del experto
jugador de poker Juan Manuel Santos. Más allá de la impresión coyuntural que de
él tenga el ciudadano, asegurarse que el sueño del que ha sido rehén por más de
tres años, no se convierta en una pesadilla mucho peor que la padecida por Colombia
decenas de años.
¿Podrá lograrlo?
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