Europa debería identificar quiénes dificultan el entendimiento y retirarlos de la primera línea.
Vaya por delante: puede que el acuerdo in extremis sobre Grecia no funcione. Es posible que solo sea una patada hacia adelante. La amenaza del Grexit volverá: ni siquiera está claro que el rescate esté técnicamente bien diseñado. Supone una dosis más de la misma medicina, volver a tropezar por tercera vez en la misma piedra —eso sí, ahora con más reformas que recortes—, y ha dejado al descubierto las vergüenzas del proyecto europeo, con una formidable cicatriz de desconfianza en carne viva que recorre Europa de norte a sur.
Y sin embargo hay una posibilidad de que ese invento vuele, pese a sus innumerables defectos de fábrica. El pacto obliga a los griegos a hacer en unas semanas el esfuerzo de toda la legislatura; a hacer lo que no han hecho en medio siglo el centroizquierda y el centroderecha. Y condena a Alexis Tsipras a una batalla con su partido de la que saldrá muy magullado. Bien. Supongamos que Tsipras consigue lidiar con eso y evita una crisis política que paralizaría de nuevo Grecia. Supongamos que el Parlamento griego aprueba lo que tiene que aprobar, y que los Parlamentos europeos hacen lo mismo. Esto parece un cruce del cuento de la lechera y de aquel poema de Kipling —If (Si)—, pero si todos esos condicionales se cumplen hay una opción de que en su primer examen, en otoño, la antigua troika dé luz verde al primer desembolso del rescate: Europa debería entonces cumplir su promesa, la esperada reestructuración de deuda —tienen razón los griegos: la deuda es impagable—, y el BCE debería comprar bonos griegos a mansalva.
Los sospechosos habituales no han perdido la ocasión de decir que el rey está desnudo. Tienen razón: el euro se está convirtiendo en una trampa mortal en la que últimamente solo hay un ganador, Alemania. Pero si el tercer rescate tiene una opción entre 10 de funcionar, Europa debería identificar los palos en las ruedas y arrancarlos de raíz. Dimitido Yanis Varoufakis, para eso no queda más remedio que volver la cabeza hacia Berlín: su ministro de Finanzas, Wolfgang Schäuble, quiere que Grecia salga temporalmente del euro. Incluso después del acuerdo entre los líderes, muñido por su canciller, reitera públicamente que Grecia debería irse. Acaba de caer el tabú de la irreversibilidad del euro: aunque solo sea un amago negociador, el ala dura de la cancillería abre de par en par una puerta imposible de cerrar. Sin un plan b bien diseñado, la salida del euro de un país es el equivalente económico a una chaladura, pero sobre todo un elemento de desestabilización constante para el futuro de la eurozona. El liberal Paul De Grauwe asegura que los últimos retruécanos de Berlín “son la demostración de que Alemania da miedo cuando se sabe poderosa”. No está claro qué tipo de cuentas han hecho los alemanes, pero ese Grexit temporal contribuye a descoser las dos Europas.
El Eurogrupo debería sonrojarse por haber patrocinado esa posibilidad. Pero el autor de la idea, el gran europeísta Wolfgang Schäuble, debería hacer mutis por el foro y seguir el ejemplo de Varoufakis.
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