El presidente del Consejo Europeo,
historiador de formación, echa mano del pasado para advertir de un
riesgo cada vez más presente en Europa: una salida no intencionada de
Grecia de la Zona euro. “Ahora estamos un poco amenazados por el llamado
Grexident [un término que alude al hipotético abandono de
Grecia por accidente]. Tenemos que evitar un escenario tan idiota.
Porque demasiados acontecimientos en la historia europea ocurrieron por
accidente”, asegura Donald Tusk
(Gdansk, 1957), en referencia al cúmulo de malentendidos que derivaron
en la Primera Guerra Mundial. La crisis griega ha monopolizado su
trabajo en las dos últimas semanas, ilustra Tusk en una entrevista
concedida a seis medios europeos, entre ellos EL PAÍS, el pasado
viernes.
El máximo representante de los Estados miembros en Bruselas no ahorra
dramatismo al describir los riesgos: “Las consecuencias para Europa no
solo serían financieras, sino que el resultado escribiría el capítulo
más dramático de la historia de la UE. Por eso tenemos que ayudar a
Grecia. Para mí es indiscutible”. Por encima de los detalles del rescate
y de la situación económica griega, Tusk advierte de que buena parte de
esta batalla se libra en un campo en el que priman las emociones.
“Tenemos que evitar cualquier cosa que pueda humillar a la otra parte.
La dignidad y la humillación son muy importantes en política, no solo
los números”. El ex primer ministro polaco alude a las andanadas entre
Atenas y Berlín, que han sacado del armario el nazismo, las reparaciones de guerra y otros símbolos sensibles.
¿Y cree que Grecia está siendo humillada? “No”, responde con rapidez,
“pero sé que muchos griegos hoy se sienten humillados”. Tusk asegura
mostrarse igualmente duro con todas las partes implicadas, pero confiesa
sentirse “irritado” de vez en cuando con ciertos comentarios griegos.
“Puedo entender especialmente a los políticos alemanes porque la mayoría
de las veces son ellos el objetivo [de los comentarios]”.
El presidente del Consejo Europeo no tiene problemas en hablar para
que se le entienda, sin la corrección política que suele caracterizar a
los políticos en Bruselas. “Se lo he dicho a Tsipras:
necesitas ayuda, deja de bromear, necesitas miles de millones de euros y
no puedes atacar y ofender cada día a quienes pueden prestarte ayuda.
Es contraproducente”, dice haberle trasladado al primer ministro griego,
a quien define como “una persona calmada y amable”.
Con el expediente bien cubierto por haber mantenido a Polonia —que gobernó entre 2007 y 2014— como único país europeo que evitó la recesión,
Tusk desempeña ahora un papel muy diferente del de su antecesor, Herman
Van Rompuy. Frente a la templanza del exmandatario belga, el polaco ha
imprimido un sello mucho más personal a un puesto que consiste
básicamente en “buscar compromisos entre los Veintiocho” y no tanto en
marcarles el camino que deben seguir, admite Tusk.
La confrontación con Rusia
refleja bien esa agenda polaca —no siempre plenamente compartida con
los Estados miembros— del nuevo presidente, que asumió el cargo el
pasado diciembre. Tusk se ha volcado especialmente en el conflicto
ucranio. Entre sus escasas apariciones ante la prensa figuran algunas
con los presidentes de Ucrania, Georgia y Moldavia. Hace una semana
visitó al presidente estadounidense, Barack Obama, a quien ha prometido unidad europea frente a la amenaza de Moscú.
“Mi papel está definido por el contexto. No es solo mi
predisposición. No puedo fingir que no tenemos un problema en Ucrania o
en Libia”, se justifica Tusk, que abre así el foco de los conflictos a
la vecindad sur de Europa. El líder de los Estados miembros admite
sentirse incómodo ante el formato del acuerdo de paz de Ucrania,
que han liderado la canciller alemana, Angela Merkel, y el presidente
francés, François Hollande, sin participación institucional de Bruselas. Pero las razones prácticas lo justifican: “Mientras haya una
recomendación común de Merkel y Hollande, hay posibilidades de que los
Veintiocho tengan una posición común”. “Sé que lo que propongan será
aceptado tanto por los lituanos como por los griegos”, cita como
ejemplos de las dos posturas más extremas: los partidarios de mano dura
contra Moscú y los que abogan por una actitud más dialogante.
Ese pragmatismo no esconde una actitud de absoluta desconfianza hacia la política del presidente ruso Vladímir Putin.
“No es posible aplicar del todo el acuerdo de Minsk [de alto el fuego]
sin presión. No puedo aceptar el argumento de que tenemos que creer en
la buena voluntad de Rusia. Cuando oigo que tenemos que creer en la
buena voluntad de Putin o de los separatistas, sé que eso es ingenuidad o
hipocresía”, espeta a los más partidarios de hablar con Moscú para
solucionar el conflicto abierto por el control de Ucrania.
Esa capacidad de presionar al Kremlin es, para Tusk, la clave del
pacto de Minsk y no tanto los detalles concretos de cómo entregar la
artillería pesada o descentralizar el este del país. Y esa presión no es
posible sin la política de sanciones,
la mayor muestra de unidad que ha dado la UE hasta la fecha, a pesar de
que no todos los socios confían en sus resultados. “Europa tiene que
estar dispuesta a mantener las sanciones hasta que el acuerdo de Minsk
esté del todo aplicado”, resume. Eso implica mantener unas medidas que, a
diferencia de lo que ocurre con EE UU, también dañan a la economía
europea al menos hasta que Kiev recobre el control de todo su territorio
(salvo Crimea, que de momento se aparca para no dificultar los
acuerdos).
Tusk invoca otra razón de peso para no bajar la guardia con Rusia:
las relaciones con Washington, que coloca “en el mismo nivel de
importancia” que las de la UE en este terreno. “Al hablar con Obama, que
no es precisamente un halcón, sino quizás el político estadounidense
más moderado en lo que concierne a las sanciones, quedó claro que si
Europa no mantiene las sanciones sería un momento crítico en la relación
transatlántica”, advierte.
Sobre la crisis libia admite no saber lo suficiente, pero anuncia un viaje en pocos días a la región junto a la alta representante,
Federica Mogherini. Será el primer viaje juntos de ambos mandatarios,
cuyas labores a veces se solapan. “Puede que nuestras sensibilidades
difieran a veces, pero mostramos lealtad mutua”, justifica. Tusk, de
entrada, recela de una intervención militar sin más en Libia cuatro años
después de la que acabó liderando la OTAN.
Tampoco la excluye: “Estoy absolutamente convencido de que lo que
necesitamos es una operación holística y bien preparada. Tenemos que
saber qué queremos antes de una posible intervención”, cierra.
Superados sus problemas con el inglés —antes de ser nombrado
presidente apenas se defendía con el idioma—, Donald Tusk se muestra más
dispuesto a proyectar su imagen pública. Asegura haber comprendido
mejor en qué consiste su puesto, aunque no esconde la añoranza por sus anteriores atribuciones.
“En Polonia el primer ministro es realmente poderoso y yo nunca he
necesitado horas para discutir con mis colegas”, bromea con los
periodistas, a los que ha invitado en su despacho a un almuerzo en el
que él no prueba bocado.
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