Vía El País
La sociedad enmarcó la matanza
terrorista en los trenes de Cercanías en lo conocido. Y lo conocido era, por
una parte, ETA y, por otra, la guerra de Irak. En realidad, ambas
interpretaciones eran erróneas.
Al contrario de lo que sucedió
con la sociedad británica tras los atentados del 7 de julio de 2005 en Londres,
los perpetrados el 11 de marzo de
2004 en Madrid dividieron profundamente a los españoles. Aún persisten secuelas
de esa desunión, aunque con el tiempo sean menos manifiestas. Ha sido y es una
discordia basada en diferentes atribuciones de culpa por la matanza en los
trenes de Cercanías. Pero resultó ser una división espuria, derivada de una
politización del 11-M que se prolongó con la comisión parlamentaria dedicada a
esos atentados y más allá. Algo a su vez posible debido a especificidades del
sistema político español —como su mayor tendencia a la polarización o la
recurrente ausencia de consensos de Estado en Asuntos Exteriores, Defensa o
antiterrorismo— y, sobre todo, porque los ciudadanos no eran conscientes de la
amenaza de un fenómeno terrorista instalado en nuestra sociedad una década
antes del 11-M.
Unos españoles, ubicados sobre
todo en la derecha del espectro político, creyeron, y aún en parte siguen
pensando, que los atentados de Madrid fueron de uno u otro modo obra de la
organización terrorista ETA. La formulación más habitual de este argumento
aduce que los denominados moritos de Lavapiés —una manera
extravagante de aludir a quienes constituyeron la red terrorista del 11-M—
carecían de los conocimientos y las capacidades para llevar a cabo lo ocurrido
el 11 de marzo de 2004. Por eso, aunque se tratara de individuos que
participaron en los hechos, tuvieron que haber sido instigados y apoyados desde
el interior de nuestro país por otros terroristas con experiencia. A menudo, a
este argumento se añaden especulaciones sobre el modo en que el presidente del
Gobierno que el PSOE formó tras el resultado de las elecciones celebradas tres
días después del 11-M, José Luis Rodríguez Zapatero, ofreció a ETA una salida
de transformación en lugar de optar por derrotarla.
Otros españoles, situados
preferentemente a la izquierda del mismo espectro político, pensaron, y no
pocos aún creen, que los atentados del 11 de marzo de 2004 fueron una
consecuencia de la llamada foto de las Azores —en alusión a la
instantánea tomada el 16 de marzo de 2003 en una de esas islas del Atlántico y
que hizo visible el alineamiento del presidente del Gobierno español, José
María Aznar, con la guerra al terrorismo auspiciada por el presidente de
Estados Unidos, George W. Bush— y el posterior despliegue de tropas españolas
en Irak inmediatamente después de haber sido invadido este país y derrocado el
dictador Sadam Hussein. No ha sido inusual que desde este sector social se
critique al entonces Ejecutivo del Partido Popular por haber insistido en
asociar a ETA con el 11-M, incluso cuando la evidencia apuntaba en otra
dirección, para mantener así sus expectativas electorales ante los comicios
generales que se celebraron sólo tres días después de los atentados.
En realidad, ambas
interpretaciones sobre el 11-M eran erróneas y la lacerante división en que se
sumieron los españoles, incluidas las propias víctimas, ha sido y es engañosa.
Ninguna evidencia hay, directa o indirecta, de que la organización terrorista
ETA estuviese implicada en los atentados. Tampoco es cierto que la idea de
perpetrar una matanza en Madrid surgiera a raíz de la presencia de soldados
españoles en territorio iraquí. Como explico y documento en el libro ¡Matadlos!
Quién estuvo detrás del 11-M y por qué se atentó en España, la decisión
de ejecutar ese acto de terrorismo se tomó en diciembre de 2001 en la ciudad
paquistaní de Karachi y fue ratificada durante una reunión que delegados de
tres organizaciones yihadistas magrebíes mantuvieron en Estambul en febrero de
2002. Además, lo que se convertirá en la red del 11-M inició su formación al
mes siguiente, todo ello más de un año antes de la invasión de Irak.
Pero no hacía falta investigar
los atentados del 11-M ni desvelar nueva información sobre los mismos para
evitar la división de los españoles, aunque hacerlo haya contribuido a
mitigarla. Bien pudo haber bastado con que, como ocurría con los británicos,
los españoles hubiéramos estado lo suficientemente sensibilizados respecto a la
amenaza del terrorismo yihadista que, además de la relacionada con ETA, se
cernía sobre nuestro país con anterioridad a la invasión y ocupación de Irak.
Desde al menos 1997, los informes que la Unidad Central de Información Exterior
(UCIE) del Cuerpo Nacional de Policía remitía a los jueces de instrucción de la
Audiencia Nacional, quienes debían autorizar escuchas telefónicas relacionadas
con los yihadistas que desarrollaban ya actividades en España, dejaban
constancia de que sus investigaciones eran necesarias para “prevenir la muy
posible comisión de atentados en nuestro país”.
Al presentar ¡Matadlos! a
lo largo del último año en numerosas ciudades españolas he podido constatar
cómo, incluso entre los ciudadanos interesados y que eran adultos cuando se
perpetraron los atentados de Madrid, existía un gran desconocimiento sobre la
trayectoria del yihadismo en nuestro país desde mediada la pasada década de los
noventa. Casi nadie —o muy pocos— sabía que Al Qaeda fundó en España, en 1994,
una de sus más importantes células en Europa Occidental, desmantelada en
noviembre de 2001 al quedar de manifiesto su conexión con la responsable de los
atentados del 11-S. Como casi nadie —o muy pocos— eran conscientes de que sólo
a lo largo de 2003, el año anterior al del 11-M, se detuvo en nuestro país a
más de 40 individuos por su implicación en actividades de terrorismo yihadista.
Esta cifra nunca antes había sido tan elevada desde que, en 1995, fuese
detenido en Barcelona el primer yihadista o desde que, en 1997, se
desarticulara en Valencia la primera célula yihadista.
El desconocimiento de estos y de
otros muchos episodios relacionados con la evolución del terrorismo yihadista
en España a lo largo del decenio que precedió a los atentados de Madrid, así
como el hecho de que no fuera percibido como amenaza por parte de la opinión
pública española hasta muy tardíamente, y sólo cuando se inició la crisis
iraquí en 2002, se explican en parte por la obligada atención que suscitaba el
frecuente terrorismo de ETA. Pero no hubo una adecuada pedagogía política sobre
el problema e incluso se llegó a trivializar su peligrosa realidad —¿hay que
recordar aquello de la Operación Dixán?—. Consecuencia de todo ello fue que,
cuando se produjo el 11-M, los españoles buscaron interpretar la matanza
terrorista en los trenes de Cercanías enmarcándola en lo conocido al no poder
hacerlo en relación a lo que les era desconocido. Lo conocido era, por una
parte, ETA y, por la otra, Irak.
Si el 11-M nos dividió es porque
los españoles carecimos como sociedad de la necesaria resiliencia ante
atentados terroristas de gran magnitud, más allá de la gestión de crisis y
emergencias. En la actualidad, cuando el yihadismo global se encuentra más
extendido que nunca y la amenaza del terrorismo que lo caracteriza no ha sido
tan elevada para las democracias liberales desde el 11-S, que España sea menos
vulnerable a la par que más consciente y resiliente, tanto frente a la
penetración de los actores y la ideología asociados con dicho fenómeno, como
ante cualesquiera eventuales nuevas expresiones de su violencia contra nuestros
ciudadanos e intereses, continúa siendo una tarea pendiente para las élites
políticas y el conjunto de nuestra sociedad civil, en especial los medios de
comunicación.
Fernando Reinares es
investigador principal de terrorismo internacional en el Real Instituto Elcano,
catedrático de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos y Adjunct
Professor de Estudios de Seguridad en la Universidad de Georgetown. Autor del
libro ¡Matadlos! Quién estuvo detrás del 11-M y por qué se atentó en España (Galaxia
Gutenberg / Círculo de Lectores, 2014).
No hay comentarios:
Publicar un comentario