Por Luis Fernando Moreno, vía El País
Tres nuevos tomos pertenecientes a la monumental edición de las obras completas de Martin Heidegger (1889-1976), aparecidos en marzo en Alemania, han puesto de actualidad la personalidad y la obra del polémico autor de Ser y tiempo,
“protagonista supremo de la filosofía del siglo XX” para muchos,
“filósofo nazi” a secas y embaucador para otros. Dichos volúmenes
constituyen las primeras entregas de los denominados “cuadernos negros”,
las libretas de tapas de hule negro que Heidegger utilizaba para tomar
anotaciones relacionadas con su pensar. Comenzó a usar este tipo de
cuadernos en 1931 y continuó sirviéndose de ellos hasta poco antes de su
muerte. Por voluntad suya, los cuadernos negros solo debían publicarse
como colofón de sus obras completas. Custodiados en el Archivo de
Marbach, nadie podría leerlos hasta entonces. El hijo no biológico de
Heidegger, Hermann, dueño del legado de su padre, mantuvo un celoso
silencio sobre el misterio de su contenido; pero también insinuó que,
entre pensamientos muy valiosos para interpretar la obra de Heidegger,
los cuadernos contenían “respuestas” que aclararían su implicación y
ruptura con el nacionalsocialismo. Aparte de esto, ¿revelarían algo más
hasta ahora escondido? Y una pregunta candente: ¿era Heidegger
antisemita? De ahí que los estudiosos del filósofo y no solo ellos
esperasen con expectación la aparición de estos volúmenes. ¿Colmarán
tantas expectativas?
Estos tres cuidados tomos contienen la minuciosa transcripción de 14
cuadernos negros titulados ‘Reflexiones’. Hasta los 34 conservados, aún
quedan por publicar 20 cuadernos más con títulos como ‘Anotaciones’,
‘Señales’ o ‘Nocturno’, entre otros; saldrán en 6 tomos más que
completarán los 102 planeados para culminar la ingente “obra completa”
de Heidegger.
Las más de mil seiscientas reflexiones heideggerianas, numeradas en
su mayoría, que ahora ven la luz por primera vez, datan del periodo
comprendido entre 1931 y 1941; una década maldita para los alemanes y
poco halagüeña para Heidegger. Hitler
sube al poder en 1933; este mismo año, “el filósofo del ser”, el “rey
secreto del pensamiento” —así denominaban al profesor Heidegger sus
alumnos— es nombrado rector de la Universidad de Friburgo. En 1939
estalla la II Guerra Mundial y, de fondo, la humillación de los judíos, premonitoria de su exterminio.
El pensador se emocionó con Hitler, creyó que simbolizaba una nueva era que llevaría a los alemanes a la verdad y al orgullo
De manera sorprendente para muchos de sus conocidos que no veían en
él a un “nazi”, Heidegger comulgó con los nuevos ostentadores del poder
en Alemania; no se reveló ni olfateó el peligro, sino todo lo contrario.
Mientras que el filósofo Jaspers, amigo de Heidegger, y tantos jóvenes
“heideggerianos” seguidores de sus seminarios —Karl Löwith, Hans Jonas, Günther Anders, Herbert Marcuse o Hannah Arendt—
quedaron anonadados por aquel revés político, el nuevo rector se
pavoneaba aquí y allá luciendo el águila alemana en la solapa; o posaba
para la foto oficial de la Universidad con bigotillo
chaplinesco-hitleriano, gesto adusto de führer y ojos de
iluminado. En conversación con Jaspers, al expresar este que Hitler no
era un hombre de cultura y que bien poco podía esperarse de él,
Heidegger le contestó: “Eso no importa, solo mire usted sus hermosas
manos”. El “filósofo del comenzar” se emocionó con Hitler, creyó que su
advenimiento simbolizaba el inicio de una nueva era que encaminaría a
los alemanes a la verdad y al orgullo de su existir.
Heidegger, ampuloso y vacío en su gravedad política, actuó como un
pequeño dictador durante el año que ofició de rector: dio un vuelco a la
universidad. Creyéndose un nuevo Heráclito, un filósofo fundador y
único, llamó a los estudiantes a pensarlo todo de nuevo, a “decidirse”
por establecer sabiduría y cultura como valores absolutos a los que
debían consagrarse con fanatismo. Los demás profesores y las autoridades
nacionalsocialistas no compartían tan temerario afán de renovación y
aislaron a Heidegger. Sus anhelos de führer universitario,
acaso hasta de nazi iluso, chocaban con la verdad de lo que acontecía
por doquier, lo cual no tardó en advertir, tal y como lo confió a sus
cuadernos negros. En verdad el triunfo era del partidismo y la burda
cultura que imponían los vencedores —una “cultura” de corte “popular”—;
triunfaban el “ruido” y la “propaganda” (“arte de la mentira”) —anotó—.
La Universidad se hallaba tomada por estudiantes en uniforme de las SA;
había que medir las palabras en aquella institución transformada en
“escuela técnica”. En suma, Heidegger se desilusionó.
El 28 de abril de 1934 apuntó: “Mi cargo puesto a disposición, ya no
es posible una responsabilidad. ¡Que vivan la mediocridad y el ruido!”.
Heidegger se enfadó con los nazis, aunque en privado. De pronto vio que
el gran peligro que acechaba a la Universidad y por extensión a Alemania
lo constituía “esa mediocridad y esa nivelación que dominan sobre todas
las cosas”. Le resultaba insoportable que “maestros de escuela
asilvestrados, técnicos en paro y pequeñoburgueses acomplejados se
erijan en guardianes del pueblo”. En otras anotaciones posteriores
—crípticas, como todas las suyas— se interrogaba sobre la valentía del
preguntar, tan cara a su filosofía: “¿Por qué falta ahora en el mundo la
disposición a saber que no tenemos la verdad y que debemos preguntar
de nuevo?”. En la época que vive, anota de nuevo, las ciencias del
espíritu se ven sometidas a “una visión política del mundo”, la medicina
se convierte en “técnica biologicista”, el derecho es “superfluo” y la
teología “carece de sentido”.
Tras el fracaso del rectorado, apartado de la política (“la realpolitik, una prostituta”), Heidegger siguió con sus clases y seminarios. En 1936 inició sus lecciones sobre Nietzsche y comenzó a interpretar la poesía de Hölderlin.
En los cuadernos negros de 1938 y 1939 ambos autores están
omnipresentes; el filósofo veía en ellos a los portadores de “verdades”
que los alemanes no entienden. Incomprendidos y solitarios, se sentía
afín a sus destinos: Alemania, “pueblo de pensadores y poetas”, no sabe
como “pueblo” apreciar a sus pensadores y poetas. Entretanto, estalla la
guerra. Heidegger, recluido en su cabaña alpina de Todtnauberg, se
concentró en sus especulaciones sobre el “ser-ahí” o Dasein
inmerso en los entes y ayuno del “Ser”. En sus notas jamás vemos un yo
personal que exprese sentimientos; Heidegger se muestra frío y
dramático, sin un ápice de humor; solo abstracción y torsión de las
ideas salían de su pluma.
Algunas entradas consignadas en 1941, de eco antisemita, han
levantado ampollas en la prensa internacional. Heidegger, quien jamás se
pronunció sobre el Holocausto, rechazaba las teorías raciales tachándolas de “mero biologicismo”, pero también escribió que “… los judíos, dado su acentuado don calculador,
viven desde hace mucho según el principio racial; de ahí que ahora se
opongan con tanto ahínco a su aplicación”. Otras reflexiones sostienen
que “judaísmo”, “bolchevismo”, “nacionalsocialismo” y “americanismo” son
estructuras supranacionales que forman parte del ilimitado poder de una
“maquinación” universal —“Machenschaft”—, a la que solo mueven
“intereses” que han causado la guerra mundial. La guerra es la
consumación de “la técnica”; su último acto será “la explosión en
pedazos de la tierra y la desaparición de la humanidad”. Tal desenlace
no sería una “desgracia”, escribe el filósofo, “porque el Ser
quedaría limpio de sus profundas deformidades causadas por la supremacía
de los entes”. En otra anotación, Heidegger sentencia: “Al hombre
espiritual activo solo le quedan hoy dos posibilidades: estar en el
puente de mando de un dragaminas o volver el barco del más extremo
preguntar hacia la tormenta del Ser”. Él optó por lo segundo.
Al final de la guerra, en 1945, a Heidegger lo enrolan en las
milicias populares para la defensa de Friburgo, pero el Reich capituló
antes de que pudiera trabar combate; su lucha particular sobrevino
después. Tachado de nazi, los aliados le prohibieron dar clases. Lo que
más disgustó a la comisión que juzgó su adhesión al nacionalsocialismo
fue la ausencia de arrepentimiento por parte del afamado profesor. Se
mostró distante, mudo. Cuando de nuevo le llegó la fama, en vez de decir
algo contundente sobre su pasado o sobre los crímenes nazis, siguió
guardando silencio. Hannah Arendt exculpó su mutismo destacando su falta
de carácter y su cobardía. Pero ¿de verdad había algo sustancial detrás
de semejante callar? ¿Podía un filósofo tan abstracto dar respuestas
claras? (“Toda pregunta, un placer; toda respuesta, un displacer”,
poetizó). Se necesitará un estudio profundo de estos cuadernos negros
para determinar si las reflexiones que contienen aportan luz en las
tinieblas heideggerianas. Para empezar, una sentencia luminosa del
propio Heidegger: “El errar es el regalo más escondido de la verdad”
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