miércoles, 20 de abril de 2016

Artículo de Filosofía: La libertad frente al lobo

Por Sergio Ruiz

En los tiempos actuales, en donde el terrorismo está en auge y los movimientos fundamentalistas siguen actuando sin piedad en todo el orbe, los partidos más radicales y xenófobos están alcanzando su mayor captación de voto y visibilidad. Francia, Alemania, Reino Unido… el mensaje en contra de “lo otro”, del enemigo exterior (ese mismo mensaje que, durante tanto tiempo, Estados Unidos ha mantenido para justificar sus gastos en Defensa/armamento), es decir, de “la seguridad por encima de todo”, ya nos lo dejaron ver en el pasado, mentes como la de Orwell, Huxley, Dick… o Hobbes. El británico Thomas Hobbes (Westport, 5 de abril de 1588 - Derbyshire, 4 de diciembre de 1679) fue (es) uno de los mayores filósofos utópicos (género que luego ha crecido también con la distopía); o de los más conocidos como “contractualistas”, junto a Rousseau y, su compatriota, Locke. Su obra cumbre, Leviatán (1651), recoge un extenso y profundo pensamiento político.

En dicha obra, se desgrana el estado hobbesiano. Este gigante, este “leviatán”, parte de una premisa fundamental: “homo humini lupus est”. Traduciendo el latinajo, “el hombre es un lobo para el hombre”. 


Hobbes vivió en época de guerra, principalmente la isabelina con el imperio español. Ante tal tesitura, basada en el empirismo (movimiento de origen netamente inglés, Hume), llegó a una conclusión básica: el hombre es intrínsecamente malo, su naturaleza le lleva a cometer los peores actos… por tanto, por encima de la libertad del ser humano, hay que asegurarse de una cosa, de un pacto insondable que no se rompa bajo ninguna circunstancia: la paz.

No puedes dejar a un lobo totalmente libre, ¿verdad? No sabes si puede morderte… Entonces, ¿debemos tenerlo controlado? El debate “seguridad vs libertad” ha sido, y es, algo a lo que la ética ha tratado de encontrar un término medio, un punto en común en donde localizar la verdad, que diría Platón. ¿Es el hombre bueno por naturaleza? ¿Es malvado? En esta diatriba, está la cuestión.


El humanismo del Renacimiento, el que se maravilla con el ser humano, el antropocentrista, dirá que el hombre es el centro de la existencia, algo magnánimo y que, por naturaleza, debe ser “bueno” (si adoptamos la máxima de Kant, algo bueno es aquello que sólo aporta cosas positivas a la existencia). Sin embargo, algo puede ser objetivamente bueno, y no tener buenas intenciones o que su máxima (siguiendo con la terminología kantiana), ser positiva. Por ejemplo, Robin Hood era todo lo contrario, realizaba una acción objetivamente mala (robar), pero su máxima era buena (robaba a los ricos para dárselo a los pobres, aquellos que, dicha élite, se encargaba de extorsionar y robar. En otras palabras, les daba lo que, en realidad, les pertenecía por derecho). 

En el caso de Hobbes, digamos que recupera el maquiavelismo más brillante: “el fin justifica los medios”, la máxima lo es todo. Si el hombre no va a tener buenas intenciones, o su interés va a estar centrado en cosas éticamente malas, entonces no debe tener libertad. Sería como dar a un mono una pistola, no tiene capacidad para ejecutarla de forma responsable, y alcanzar la idea de bien (Platón). ¿Por qué, entonces, nuestra conciencia nos impulsa a pensar que algo falla? Ghandi tiene la respuesta: “No existe el camino hacia la paz; la paz es el camino”. En efecto, Hobbes considero la paz un fin en sí mismo, y que no haya guerra no es algo necesariamente bueno (Hitler, Stalin o Moussolini, cuando ejercieron sus respectivas tiranías, lo hicieron en época de paz, la guerra fue para hacerse con el poder, y convendremos todo en que, dichas etapas, no fueron buenas, en el sentido más universal de la palabra, ya que muchísimos sufrieron las consecuencias). En el caso del nazismo, el hacer la guerra (u hoy al Estado Islámico o Boko Haram), es algo que se presenta como bueno, debido a que se deben defender los derechos de la población civil, de los inocentes (a escala universal) del mundo. Por tanto, la paz y la guerra no son situaciones éticamente buenas o malas por sí mismas, no son máximas (o fines ulteriores) a los que aspirar, sino que son los medios para alcanzar ese concepto tan abstracto, pero a la vez tan bello, que durante más de 2.000 se lleva debatiendo en todos los rincones de la filosofía: el bien.

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